lunes, 22 de marzo de 2010

Una agradable compañía

Totalmente inesperada, así fue la llamada que Heinrich recibió la noche en que festejaba el inicio de su nuevo negocio. Tras escuchar la noticia quedó perplejo y sintió que el tiempo se detuvo como consecuencia del desconcierto que, partiendo del auricular, se apoderó de él y lo recorrió a través de su torrente sanguíneo como mortífero veneno animal. Miró a su alrededor: los brillantes trajes de las damas, las sonrisas talladas sobre los rostros de los presentes, las burbujas tratando de escapar de las copas de champagne y la banda de jazz animando la velada; todo estaba en su lugar hasta que le anunciaron ese “disculpe señor, tiene una llamada”.

Gertrude se acercó a él justo después de que colgara y recorrió con el dorso de su lánguida mano el cuello, el hombro y todo el brazo derecho de su jefe. “¿Quiere bailar conmigo?”, dijo ella; “No me toques Gertrude”, respondió él, turbado y enceguecido por las palabras que destruyeron la magia de esa noche, que mancharon el nacimiento de su negocio.

En principio, Heinrich no era un tipo difícil de tratar, sin embargo, las excentricidades que caracterizaban su ser mismo, los lugares que habitaba y todo lo que hacía, le habían valido una reputación de sujeto atípico y huraño en cierta medida. En cuanto al negocio que hoy fundaba, no era más que la respuesta a otros fracasos de orden económico y sentimental que lo habían acompañado a lo largo de los últimos tiempos, era la forma de evadir un suicidio que le resultaba tan probable como aburrido; en realidad, fabricaba su muerte de un modo más lento, consagrándose al whisky con tal devoción que incluso éste ya era parte de su aroma.

Convencido entonces de los beneficios que obtendría con un negocio como el que esa noche inauguraba, y pensando sobre todo en el auge de la moda berlinesa de la década del veinte, Heinrich decidió arriesgar lo poco que tenía, envolverse en deudas y realizar un fastuoso coctel de lanzamiento en el gran salón del Excelsior.

“Disculpe señor, al parecer nadie más va a venir, ¿qué hacemos?”. “¡Sigan tocando ineptos!, así sea solo para Ellos”. La irritación de Heinrich y su embriaguez ganaban fuerza con cada minuto, especialmente después de esa llamada. Habían pasado varias horas, ya eran las doce y, además de Ellos, sólo su fiel Gertrude y la banda de jazz estaban allí para acompañarlo en lo que había imaginado como su triunfal regreso al mundo de la alta costura, aunque de cierta manera se sentía avergonzado por la manera en que lo estaba haciendo. Sin embargo, había planeado la velada cuidando cada detalle: la estancia, la decoración, las bebidas, los invitados. Eminentes personajes del mundo de la moda de Berlín deberían estar allí reunidos, pero no ocurrió así; Heinrich ignoraba – pero sospechaba – el funesto destino de sus llamativas tarjetas de invitación.

“Gertrude, asómate, sal al lobby, alguien estará feliz de que lo invites a mi fiesta”. Ella lo cubrió con una mirada compasiva, llena de recuerdos, de mejores tiempos en los que él aún no notaba las nacientes arrugas de su eterna secretaria. Gertrude regresó unos minutos más tarde, acompañada únicamente por el mismo cigarrillo que tenía en sus manos antes de salir a buscar incautos contertulios para su jefe.
“No había nadie cerca señor”. “Maldita sea Gertrude… estoy acabado”, se llevó un nuevo trago a la boca, “los tenemos que devolver mañana, de hecho, seremos embargados a primera hora. Las viejas deudas se niegan a morir… sólo podremos tenerlos esta noche.”

El jazz se apagó. Los músicos abandonaron el salón indignados e insatisfechos, porque a lo largo de la noche su música tan sólo había llegado a oídos sordos, a oídos ficticios, exceptuando los de aquel extraño sujeto de la paga miserable y los de su patética ayudante.
Entretanto, Heinrich y Gertrude, golpeados por el repentino silencio, tornaron su mirada simultáneamente para sumirse en la visión misma de un fracaso: los brillantes trajes de las damas, las sonrisas talladas sobre los rostros de los presentes, las burbujas tratando de escapar de las copas de champagne; las copas de champagne que Gertrude había fijado en las manos de los únicos presentes, los sujetos sonrientes y las damas de trajes brillantes que impávidos y estáticos permanecieron toda la noche, inmunes al sonido del jazz, inmunes a la decepción de su dueño, o mejor, de quien sólo hasta ese momento era su dueño.

Los maniquíes de Heinrich eran distintos: cada parte de su rostro había sido pintada por un artista que él mismo había contratado, parecían finamente maquillados, sus cabellos eran naturales, los materiales usados le daban mayor realismo a las figuras; en resumidas cuentas, eran lo más parecido a un ser humano para exhibir en la vitrina de una boutique. Tal era la idea que pretendía vender a los modistos y empresarios que jamás atendieron su invitación. Heinrich se imaginaba a sí mismo inventando rostros y expresiones nuevas cada día, quería darle algún tipo de vida a las seductoras mujeres con las que soñaba y que con certeza sabía que no existían; pero el sueño estaba muerto, al menos por ahora.

El empleado del Excelsior ingresó al salón, venía a anunciar el final de la jornada y a hacer los cobros restantes. Confuso, sintió que se adentraba en un remedo de realidad, en un escenario poblado por ficciones de humanidad, figuras cuya miradas escrutadoras comenzaron a atemorizarlo y conmoverlo al mismo tiempo y hasta tal punto que le costó distinguir a Heinrich Kohl y Gertrude Hann: dos maniquíes más, inmóviles y expectantes; sólo que a diferencia del resto, ellos no sonreían.


Cuento inspirado en la Pintura To Beauty (1922) del pintor alemán Otto Dix.

1 comentario:

Nat dijo...

Genial... me gusto´ bastante... no supe si me arranco´ una sonrisa o una la´grima...
Nunca se sabe la inmensa soledad que puede contener un alma...
Bueno...y quien llamo´ ? jijij