lunes, 29 de noviembre de 2010

Ayer te vi

Observó a través del retrovisor. No reconoció el rostro que flotaba tras el volante del vehículo que lo asediaba. Aquella mujer trataba de transmitirle un mensaje cifrado en un lenguaje de claxon y no podía comprenderlo: ¿Puerta abierta? ¿Fuga de aceite? La miró nuevamente y esta vez sus manos aparecieron nítidas. Le señalaron la esquina, o los semáforos, cualquiera de las dos cosas. Allí se detuvo – luces intermitentes, vidrio en descenso, sudor tibio – y aguardó a que ella hiciera lo mismo, empero, la mujer continuó su ruta dedicándole antes una tímida sonrisa que escondía un “hola” y un “hasta nunca”.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Loca

La sinfonía está completa: el aleteo de las palomas, la leve llovizna sobre el tejado, el rumor de la radio sintonizada en una de esas emisoras olvidadas del AM. Es su sinfonía predilecta y suele escucharla algunas tardes de domingo, como esta, en que la vaciedad de la casa y de su pecho la motivan a dormitar en el sillón.
La visitante de ayer, si bien ya partió, dejó un rastro que Rosa desearía suprimir, pero que permanece en el mal gusto alojado en sus papilas y en el mal olor que aún flota en el portón. En cierto modo la odia, pero le resulta casi imposible no invitarla a pasar cada que llama a su puerta; por lo general lo hace cada semana o incluso cada dos o tres días. Llega siempre cargada de pretendidas buenas intenciones, con sus postres de mandarina y su camándula: monumental y acaramelada. Le dice: “Rosita, querida, recemos un poco y luego te cuento lo que pasó con las hijas de los González” y ese es el inicio de una incómoda tarde en la que es hostigada por las frases de esa autómata piadosa y chismosa empedernida.

El domingo continúa, nublado y ventoso, la llovizna cesa, y justo cuando Rosa está a punto de dar el último paso hacia la inconsciencia, es sacudida por el sonido de los golpes sobre la puerta. Los reconoce, puede incluso predecir los que vendrán, porque siempre hay una pausa entre la primera serie y la segunda: toc, toc, toc -------- toc, toc. ¿Por qué otra vez?, se pregunta, ¿habrá dejado algo ayer? No desea abrirle, por eso prefiere asomarse por una de las ventanas del frente.
– Hola.
– Rosita, ¿le molestaría si hablamos un momento?
– Ahora me queda como difícil, estoy ocupada.
– No la demoro, lo prometo. Es que ayer se me olvidó contarle algo importante… además… créame que necesito entrar.
– ¿Y no puede venir más tarde? O mejor mañana.
Mira a Rosa con cierto desdén, pero se niega a marcharse.
– No, no puedo, y siendo así la cosa me va a tocar hacerlo acá.

A continuación, se sube el vestido a la altura del vientre, lo sostiene con su mano izquierda, se agacha y deja que el líquido amarillento se abra paso siguiendo un cauce recién descubierto.
No lleva ropa interior, de eso se percatan los niños que, sorprendidos, la observan desde el otro lado de la calle empedrada. La loca del pueblo ha hecho de las suyas una vez más.

– ¡Que estás haciendo por el amor de dios! ¡Y al frente de mi casa! ¡No jodás pues!

La otra sonríe. Cuando termina, se pone en pie y suelta mecánicamente el vestido; éste cae como un telón que cubre un escenario pobre y desastroso. Mira a Rosa una vez más, y a través de esos ojos desorbitados le transmite un mensaje que sólo ella puede comprender y agrega:

- ¡Ahí tenés Rosa! Un motivo más para avergonzarte de esta vieja. Loca y todo pero tu mamá, ¡tu jodida madre! ¡Ah… y aún tenemos una última conversación pendiente!

Suenan las campanas de la iglesia y pronto la calle estará colmada por la gente que atiende a su llamado. Rosa cierra la ventana y corre a refugiarse en la seguridad del sillón. Desde allí ha dirigido sus maldiciones al mundo desde que su vida empezó a complicarse. Pensar en la forma en que todo ocurrió y en lo paradójico de las circunstancias, hace que se llene de rabia. Aprieta con fuerza el cojín que tiene a su lado y empieza a recordar esas noches de infancia.
Recuerda el sonido de los pasos provenientes del patio trasero, los jadeos de quien se acercaba, el hundimiento del colchón cuando aquella figura se sentaba a su lado, la pesada respiración que la acompañaba por los siguientes minutos, la oscuridad total de la estancia y los gritos contenidos.
Rosa sentía que era observada mientras dormía – mientras la figura creía que dormía –. Imaginaba unas manos acercándose a ella, a su cuerpo; pero jamás la alcanzaron. Permanecía rígida hasta que un leve quejido de la figura marcaba el final de la visita. Retornaba el sonido de los grillos y también el deseo de gritar “¡mamá!”; pero Rosa sabía muy bien donde se hallaba ella. Estaría sentada en una alta silla de madera junto a una barra de cantina o aún más probable es que ya estuviera acomodada en el regazo de algún campesino alcoholizado. Tendría las manos alrededor de su cuello y le frotaría delicadamente sus orejas esperanzada en unos cuantos billetes de más.
El episodio fue recurrente y la llegada de la noche era la llegada misma del terror. Rosa esperaba, soportaba, apretaba sus párpados y su mandíbula, conciliaba el sueño sólo hasta al amanecer.


Las campanas se detienen. Rosa se levanta del sillón y enciende un par de velones. Siempre le ha gustado esta luz, la encuentra misteriosa y romántica. Las pequeñas flamas son la puerta de entrada a un mundo de fantasía en el que es amada. Regresa al sillón y resguarda sus brazos entre las piernas. Recogida como está, ladea su cabeza, humedece sus labios y se ve a sí misma disminuida y multiplicada en la cristalería del estante.
Respira hondo y se transporta a la noche en que las visitas de aquella presencia tuvieron una primera pausa, la misma noche en que su madre volvió a dormir cerca de ella, en el cuarto de al lado. Pero, ¿para qué? Ya no era necesario que estuviera allí, Rosa ya no tenía motivos para gritar “¡mamá!” en medio de la oscuridad, y aunque en cierto modo esto era una fuente de consuelo, el sentimiento de miedo se transformó en rencor. Un rencor que sigue acumulando y arde como la mecha de sus velones cada que escucha los golpes en la puerta.
Sin embargo, aún no comprende muy bien cómo fue que la brecha entre ella y su madre creció y creció hasta hacerse un mar infinito plagado de remolinos. Imaginaba que uno de ellos se la tragaba y que una vez más era inútil pedir auxilio. Se hundía, el color azul se metía en su garganta y finalmente la ahogaba.
Lo que sí está claro es que la indiferencia de la madre aumentó a medida Rosa se hacía mujer, una mujer atractiva capaz de levantar perspicaces comentarios referentes a la perfección de sus senos y demás formas de su cuerpo. Los escuchaba cada que atravesaba el parque, sobre todo la zona en que se reunían los jubilados y también la de los colegiales.
La madre escondía sus celos tras la frialdad de un trato limitado a servirle la comida a su hija y velar sólo por aquello necesario para su supervivencia. Esto implicaba trabajar, y había algo que hacía mejor que cualquier cosa. Así fue que retomó sus labores nocturnas y así fue que Rosa estuvo de nuevo sola en la oscuridad.
Tal como lo esperaba, la figura estuvo de regreso. En principio, y como antes, aquella presencia le causaba miedo, pero luego, y sin saber por qué, empezó a acostumbrarse, incluso a disfrutarlo. Desde aquel entonces descubrió su inclinación por la luz de los velones, los dejaba encendidos al iniciar la noche y aguardaba ansiosa la visita, hasta que los últimos suspiros de ésta los apagaban de manera instantánea. Era tan solo la presencia, nada más. Ella simulaba dormir, luego dormía. Así ocurrió por varios años – y aún sigue siendo así –, no de manera constante, pero sí lo suficiente para que Rosa compensara el tedio del día y el de su amarga relación con una madre que poco a poco se descompensaba emocionalmente, consumida por angustias que su hija nunca supo identificar.


Esta mañana inician las fiestas patronales, hay alborozo en el pueblo. Desde el patio trasero, Rosa casi puede ver el rumor que se levanta y arremolina alrededor del campanario. Se viste acorde a la ocasión, pues le gustaría que alguien, alguien, pusiera sus ojos en ella. Termina de alistarse y desciende por la calle empedrada. El parque está repleto, pero su mirada, autónoma y caprichosa, busca y encuentra a la madre. Está sentada en una de las bancas de la zona de los locos y los pordioseros. Se le ve triste y demacrada, pero en su imagen aún quedan residuos de una antigua belleza. Rosa se acerca y se acomoda a su lado.
– ¿Qué era lo que tenía que decirme? ¿Cómo así que una última conversación?
– Sabe Rosita. Yo sé que la abandoné, pero usted ya podía defenderse sola. Y mire que hasta le dejé la casa.
– Pero para qué una casa, si usted ni siquiera me decía que me quería.
– Yo sí la quería, pero...
– ¡Valiente gracia saberlo a estas alturas de la vida!
– Déjeme pues terminar. Yo sí la quería, por eso he tratado de buscar su perdón; pero todo lo que veo cuando me abre la puerta es una hija que me odia. Se le nota en la cara Rosita, se le nota.
– Yo no…
– No diga que no, porque se le nota Rosita. Y si quiere la verdad, se la voy a decir. Yo a usted sí la quería pero en el fondo… pero en el fondo… - comenzó a acelerarse su respiración - … en el fondo también la odiaba como usted ahora a mí. ¿Y sabe por qué? - Rosa la miró asustada - Porque por tu culpa desgraciada, me abandonó. ¡A mí también me visitaba en las noches! - gritó esta vez -.
– ¿De qué me está hablando?
– Usted sabe muy bien, claro que lo sabe. Aún extraño que venga y se siente a mi lado. Extraño su respiración. Nunca me atreví a abrir los ojos pero en esa época era como un vicio. Un vicio que me hacía olvidar de los hijueputas que me manoseaban en la cantina, un vicio que me hacía pensar que era especial. Pero me cambió por usted. Me confesó que la había visto dormir y que desde entonces la visitaría a usted. Antes, antes yo era su favorita. Su durmiente, la única. Extraño también sus palabras…
– ¿Sus palabras? – inquirió Rosa, sorprendida.
– Sí, sus palabras - la madre comenzaba a perder la calma - ¿Sabe por qué las recuerdo? Porque me las dedicaba sólo a mí, nacían cuando pensaba en mí.
Se levanta, se apoya en uno de los árboles y predica:

Creo que es posible jugar con el viento:
Lo tomé entre mis manos y tenía la textura del algodón.
De hecho lo hice con tu respiración,
A fin de cuentas es viento nacido en tus entrañas.

Lo sentí en la palma de mi mano, mientras dormías.
Tibio, constante y breve.
No me escuchabas, ni a mí ni a los crujidos de mis huesos.
Chocaban entre sí, acomodándose, apretando el alma,
Porque quería escaparse, huir,
Incluso se derramaba por mi boca
Como un líquido imposible de contener.

Jugué con el viento, con tu aliento.
Era maleable.
Le di la forma de tu cuello y luego la de tu rostro.
Te dupliqué por unos segundos,
Para verte más,
Para recordarte más.

A pesar de que aún soñabas.

– Me lo decía despacio, muy despacio, antes de despedirse, antes de que abriera mis ojos en la oscuridad para descubrir la soledad del cuarto. Recuerda Rosa: cada que me veas por la calle murmurando algo, cuando vean a la loca hablando sola, estaré repitiendo esas palabras. Mi consuelo y maldición.


Hay algo predecible esta noche y Rosa lo sabe muy bien. La electricidad que flota en el aire es la que precede su llegada. La luz de la luna es intensa y atraviesa despiadada la ventana del cuarto, por eso no enciende los velones. Cierra sus ojos y en breve escucha el inicio de otra de sus sinfonías predilectas: los pasos provenientes del patio trasero, los jadeos de quien se acerca, el hundimiento del colchón, la pesada respiración de quien la acompaña. Imagina de nuevo las manos que se acercan, las que nunca han llegado, pero esta vez sí la alcanzan, alcanzan sus mejillas, y tras una leve caricia se vuelven a alejar. Como todo ha tomado un rumbo distinto, Rosa se atreve a abrir sus ojos por primera vez, pero la figura está a sus espaldas. Su corazón palpita, es audible. Duda si hacerlo o no. Al final lo decide. Se da la vuelta, mira directamente la figura y aún sin resolver la imagen que tiene ante sí, pregunta, celosa y temeraria: ¿Qué tienes para decirme a mí?

martes, 3 de agosto de 2010

Mary, te amo

- Me caso, ¿y qué?
- Mary, no digás eso, me duele demasiado.

Aurelio acababa de entregarle a Mary una carta que él mismo había decorado, era una imagen exquisita, adornada con finos trazos que formaban la silueta de un par de corazones entrelazados. Estos, a su vez, mantenían cautivas las palabras “Tú y Yo”, aunque en realidad hubiesen sido más adecuadas “Él y Tú”. El papel estaba un poco arrugado y tenía algunas perforaciones – quizás provocadas por un insecto o roedor – pero trató de disimularlas con polvos brillantes y adornos improvisados que lo hicieron sentir orgulloso de sus habilidades artísticas. El resultado: amor puro hecho tarjeta.

- Venga, reinita, ¿usté es que ya no me quiere?
- ¡Qué bobo!, ¿y es que cuándo se supone que lo quise? Usted sabe que yo soy de otro.

En ese instante, Aurelio recordó las docenas de veces que el catre se había estremecido, los cientos de te amo que se habían derramado de sus bocas, las miles de promesas firmadas en el aire y los millones de lunares repartidos por la humanidad de Mary, todos los había besado. “No me quiere”, pensó, “a pesar de todo eso y ni me quiere”.
Ella permanecía altiva, apostada contra el marco de la puerta; la reja entreabierta, las chanclas asomándose a la acera, los vallenatos como banda sonora de una tragedia.

- Bueno, entonces me voy.
- Bueno, chao.

Aurelio le arrebató la tarjeta – ¡cómo dejársela! – y se marchó, resuelto a encontrar a una digna merecedora de ésta. Pasó un par de horas sentado en aceras y en bancas, observando a una posible candidata; entre tanto, comía mango biche y retiraba los restos atascados en sus muelas con un palillo que había acomodado tras su oreja desde el inicio de la semana.
“A ver, ¿cuál de estas tiene cara de Mary?”, pensaba cada que se acercaba un grupo de muchachas; pero lastimosamente las Mary no se diferencian mucho de las Maritzas o de las Maryoris, por ejemplo. Abortó su empresa, era inútil. Ella era irremplazable.

Regresó al barrio; cabizbajo, derrotado. Ordenó una cerveza al tendero, el de “Miscelánea-Granero-Frutera la 38”, pintoresco y confortable negocio ubicado al frente de la casa de Mary. No fue casualidad entonces que la hubiera visto en el balcón, pintándose las uñas de los pies, como tanto le gustaba. Cuando terminaba de hacerlo, las exponía al sol y al viento allí mismo, y parecían colgar de la baranda como diez diminutas prendas, al lado de sus blusas brillantes y los calzones de sus hermanas.

“¡Casate entonces!, ¡casate!, ¡casateeeeeee!”

La tarjeta permaneció bajo su custodia, era su bien más preciado. Algunas veces la observaba antes de dormir y a cambio obtenía sueños, o mejor, pesadillas en las que Mary le arrancaba las entrañas y aún palpitantes y húmedas las transportaba hasta el altar, donde su prometido las lamía antes de besarla a ella como el cura ordenaba.

La obsesión de Aurelio por su doncella, la de voz estridente y andar acompasado, lo hacía actuar de un modo insano y patético. No había otra, sólo era Mary. La misma que había desaparecido tras una estela blanca, una lluvia de arroz y unos agrestes campanazos en la parroquia del Divino Redentor. Eso es lo último que recuerda de ella y eso es lo que trata de dibujar en su nueva tarjeta. Ha tratado de hacerlo muchas veces y no puede… su dolor, su vacío, ¿cómo se dibuja eso? Se lo pregunta una y mil veces.

Permanece enclaustrado en el pequeño cuarto de la pensión, observado por el opaco bombillo que, como suicida, cuelga y se mece desde el corroído techo. Aurelio no sabe qué dibujar, vehemente se aferra al lápiz y concentra su mirada en el rectángulo de papel en blanco. Quiere una última tarjeta para Mary, la definitiva, la que le hará saber que ella le pertenece, que él le pertenece. El mundo de Aurelio se reduce a esa habitación y el transcurrir del tiempo parece acelerarse. Su barba crece, su piel se arruga y sin haberse dado cuenta comienza a ser devorado por el comején que otrora se ocupaba de las sillas, los periódicos y las hojas de colores que utilizaba para las tarjetas. Los ripios de sus ropas y de su carne se acumulan en el suelo, pero en principio ni siquiera lo nota; es traspasado por los insectos y ahora su sombra no es un ente oscuro y homogéneo, sino una malla amorfa que yace inerte sobre las baldosas.

Aurelio empieza a sentir el frío que lo atraviesa de lado a lado, y de un modo intempestivo interrumpe su búsqueda de esa imagen perfecta. Perforado como está, se levanta, se observa al espejo… ¡la ha encontrado! Decide derramar polvos brillantes sobre sí y algunas pinturas de colores vistosos. Luego toma uno de sus punzones y talla sobre su pecho una corta pero cariñosa frase. El resultado: amor puro hecho tarjeta.



Dedicado a Aurelio... y a su tarjeta.

martes, 15 de junio de 2010

Impresiones de una visita a las olas

- A la manera de las Mil y Una Noches -


Luego le respondió: Es cierto que hoy salió el sol, fue un nuevo día y se supone que todo seguirá. Pero insisto en que hoy, como ocurre también todos los días, llegó la oscuridad, el sol está muerto por un tiempo y muchas cosas no seguirán porque necesitan, deben o simplemente tienen que desaparecer. Esto fue lo que ocurrió con ella:

Fenómenos meteorológicos
Aquella vez llovió arena como nunca había ocurrido; terminamos empapados, cubiertos de partículas doradas que también inhalamos para mojar nuestros pulmones y transportar la humedad por los caminos que recorren el interior de nuestros cuerpos.

Mojados por culpa de nuestra terquedad. Yo insistí en llevar protección pero su respuesta fue un no rotundo, redondo y contundente. “Tranquilo”, me dijo, “te conduzco a un paraíso que difícilmente olvidarás. Sé que hay pronósticos de lluvia, pero no hay de qué preocuparse: estoy a tu lado”. Me rendí ante estas palabras.

Todo marchaba bien a lo largo del camino pero los nubarrones ocres que empezaban a tragarse el firmamento dictaban la inminencia de la tormenta. Las primeras gotas de arena golpearon mi mano y la suya – que en ese momento formaban una sola –; las siguientes, mi hombro y su mejilla, mi espalda y su cabello. Luego se precipitaron sobre el resto de nuestra humanidad y lo que nos rodeaba.

La lluvia fue intensa, pero cesó no mucho después. Al final, terminamos mojados por la arena… y sepultados en la arena. Tan solo nuestros rostros quedaron descubiertos. Permanecimos luego en silencio, mientras observábamos un nuevo cielo de tonos azules y verdosos, tan cristalino que alcancé a preguntarme si ese era el paraíso del que ella me había estado hablando.


Tras escuchar la historia, el tercer amigo prosiguió: En cierto modo entiendo lo que dices, quizás en la separación encontraron un alivio. Muchas veces las distancias son un simulacro del olvido y la resignación de las almas débiles puede ser su principal instrumento de supervivencia. Lo que voy a contarles ocurrió hace poco, muy cerca de este lugar:

Mensajes ocultos
Se aferraba a la baranda de la embarcación y dirigía su mirada cancerosa hacia el fondo del mar. Se le notaba débil, con cierto aire de moribunda, pero también firme y vertical, a pesar del vaivén de las olas. Estaba impresionado porque momentos antes me observaba a mí, y la oscuridad de sus ojos, de sus concavidades, parecía extenderse por todo el rostro.

Posiblemente me suplicaba algo, quería transmitirme un mensaje oculto y específico, encriptado en ese dolor retenido, en la desidia que manifestaba ante su mundo, pero no me atrevía a interpretarlo.

Recuerdo cómo el viento maltrataba sus ropas holgadas, cómo desordenaba su pelo de por sí enmarañado, y ella, estática, seguía mirando el fondo del mar.

Notaba que su cuerpo era consumido por algún demonio o por algún virus, y que su avanzada edad no le permitiría soportarlo por mucho tiempo, pero quizás ese tiempo comenzaba a extenderse demasiado.

Me acerqué a ella, traté de dirigir la mirada hacia el mismo punto al que ella la dirigía; pero no vi nada distinto a algunos corales y figuras borrosas de peces. Quería preguntarle algo, decirle lo que fuera, adentrarme en su mente y ser poseído por sus pensamientos, pero lo único que pude hacer fue sentarme tras ella. Giró su torso y una vez más me observó, y luego al mar y luego a mí y luego al mar y luego a mí. Finalmente se sentó a mi lado y dijo tras un largo suspiro: “aún se niega a raptarme”. Cerró sus ojos y durmió el resto del trayecto, convirtiéndose en una macilenta figura atravesada por el horizonte.


El primero de los amigos se levantó y abandonó el lugar, molesto y decepcionado. Los otros dos, absortos momentáneamente por el rumor de las olas, se dieron cuenta de que comenzaba a amanecer. También se marcharon, arrastrando bajo sus pies desnudos arenas de diluvios pasados.

domingo, 11 de abril de 2010

¿Desalmado?

Ven y tómalo entre tus manos, destrúyelo. Pero antes hazme un favor: saboréalo. ¿Te gusta? Sí, yo creo que sí, disfrutas el sabor del miedo y también el aroma que expele lo que está próximo a desaparecer.

Míralo por última vez, yo ya lo hice y no siento remordimiento alguno. También lo quiero lejos, ausente y desamparado. Quiero que muera necesitado y ansioso, esperando ser redimido; incluso esperanzado. Sí, qué bello sería eso, verlo morir esperanzado, dirigiendo la mirada a su firmamento, arriba o abajo, a lo que crea que es el cielo.

¿Aunque sabes? Sería bueno escuchar sus últimas palabras. Pregúntale en qué momento apareció, por qué se atrevió a expandirse en mi mente, a apoderarse de mis sensaciones, como un infame parásito ladrón de la cordura. Lo importante es que no le creas, porque si lee en tu rostro un asomo de convencimiento te envolverá como una bruma impenetrable por la luz de tu voluntad y te convertirás en una nueva víctima, porque se nota que aún no lo has sido. Sí, puedo darme cuenta de que no lo has sido; lo adivino en las maneras despiadadas que has adoptado desde tu llegada. Crees que he perdido el juicio y te resulta incomprensible la situación. Para ti, soy tan extraño como lo que tienes ahora en tus manos, como el ser amorfo que sostienes con desidia y algo de lástima; pero si te he llamado es por una sencilla razón: ESO es tuyo, es tu consecuencia. Fue mi huésped, pero es tu creación; como una siniestra pieza de orfebrería, apetecible a pesar de todo, incluso bella en su intrínseca naturaleza.

Puedes sepultarlo, es otra opción. Hazlo por ejemplo en un pinar; así, las sombras serán otra capa que recubra sus despojos mortales y la humedad reprimirá cualquier deseo de resurrección. Haz que su única compañía sea el eco de los sonidos del bosque, siempre tan inquietantes; aunque si quieres podrías visitarlo, llevarle flores y hablarle de los problemas que te agobien.

No quiero darte más ideas; es más, deberías irte ya. A fin de cuentas lo único que me importa es que está fuera de mí. Los exorcismos han surtido efecto, por ahora soy libre. Llévatelo entonces, es tuyo… pero destrúyelo por favor.

lunes, 22 de marzo de 2010

Una agradable compañía

Totalmente inesperada, así fue la llamada que Heinrich recibió la noche en que festejaba el inicio de su nuevo negocio. Tras escuchar la noticia quedó perplejo y sintió que el tiempo se detuvo como consecuencia del desconcierto que, partiendo del auricular, se apoderó de él y lo recorrió a través de su torrente sanguíneo como mortífero veneno animal. Miró a su alrededor: los brillantes trajes de las damas, las sonrisas talladas sobre los rostros de los presentes, las burbujas tratando de escapar de las copas de champagne y la banda de jazz animando la velada; todo estaba en su lugar hasta que le anunciaron ese “disculpe señor, tiene una llamada”.

Gertrude se acercó a él justo después de que colgara y recorrió con el dorso de su lánguida mano el cuello, el hombro y todo el brazo derecho de su jefe. “¿Quiere bailar conmigo?”, dijo ella; “No me toques Gertrude”, respondió él, turbado y enceguecido por las palabras que destruyeron la magia de esa noche, que mancharon el nacimiento de su negocio.

En principio, Heinrich no era un tipo difícil de tratar, sin embargo, las excentricidades que caracterizaban su ser mismo, los lugares que habitaba y todo lo que hacía, le habían valido una reputación de sujeto atípico y huraño en cierta medida. En cuanto al negocio que hoy fundaba, no era más que la respuesta a otros fracasos de orden económico y sentimental que lo habían acompañado a lo largo de los últimos tiempos, era la forma de evadir un suicidio que le resultaba tan probable como aburrido; en realidad, fabricaba su muerte de un modo más lento, consagrándose al whisky con tal devoción que incluso éste ya era parte de su aroma.

Convencido entonces de los beneficios que obtendría con un negocio como el que esa noche inauguraba, y pensando sobre todo en el auge de la moda berlinesa de la década del veinte, Heinrich decidió arriesgar lo poco que tenía, envolverse en deudas y realizar un fastuoso coctel de lanzamiento en el gran salón del Excelsior.

“Disculpe señor, al parecer nadie más va a venir, ¿qué hacemos?”. “¡Sigan tocando ineptos!, así sea solo para Ellos”. La irritación de Heinrich y su embriaguez ganaban fuerza con cada minuto, especialmente después de esa llamada. Habían pasado varias horas, ya eran las doce y, además de Ellos, sólo su fiel Gertrude y la banda de jazz estaban allí para acompañarlo en lo que había imaginado como su triunfal regreso al mundo de la alta costura, aunque de cierta manera se sentía avergonzado por la manera en que lo estaba haciendo. Sin embargo, había planeado la velada cuidando cada detalle: la estancia, la decoración, las bebidas, los invitados. Eminentes personajes del mundo de la moda de Berlín deberían estar allí reunidos, pero no ocurrió así; Heinrich ignoraba – pero sospechaba – el funesto destino de sus llamativas tarjetas de invitación.

“Gertrude, asómate, sal al lobby, alguien estará feliz de que lo invites a mi fiesta”. Ella lo cubrió con una mirada compasiva, llena de recuerdos, de mejores tiempos en los que él aún no notaba las nacientes arrugas de su eterna secretaria. Gertrude regresó unos minutos más tarde, acompañada únicamente por el mismo cigarrillo que tenía en sus manos antes de salir a buscar incautos contertulios para su jefe.
“No había nadie cerca señor”. “Maldita sea Gertrude… estoy acabado”, se llevó un nuevo trago a la boca, “los tenemos que devolver mañana, de hecho, seremos embargados a primera hora. Las viejas deudas se niegan a morir… sólo podremos tenerlos esta noche.”

El jazz se apagó. Los músicos abandonaron el salón indignados e insatisfechos, porque a lo largo de la noche su música tan sólo había llegado a oídos sordos, a oídos ficticios, exceptuando los de aquel extraño sujeto de la paga miserable y los de su patética ayudante.
Entretanto, Heinrich y Gertrude, golpeados por el repentino silencio, tornaron su mirada simultáneamente para sumirse en la visión misma de un fracaso: los brillantes trajes de las damas, las sonrisas talladas sobre los rostros de los presentes, las burbujas tratando de escapar de las copas de champagne; las copas de champagne que Gertrude había fijado en las manos de los únicos presentes, los sujetos sonrientes y las damas de trajes brillantes que impávidos y estáticos permanecieron toda la noche, inmunes al sonido del jazz, inmunes a la decepción de su dueño, o mejor, de quien sólo hasta ese momento era su dueño.

Los maniquíes de Heinrich eran distintos: cada parte de su rostro había sido pintada por un artista que él mismo había contratado, parecían finamente maquillados, sus cabellos eran naturales, los materiales usados le daban mayor realismo a las figuras; en resumidas cuentas, eran lo más parecido a un ser humano para exhibir en la vitrina de una boutique. Tal era la idea que pretendía vender a los modistos y empresarios que jamás atendieron su invitación. Heinrich se imaginaba a sí mismo inventando rostros y expresiones nuevas cada día, quería darle algún tipo de vida a las seductoras mujeres con las que soñaba y que con certeza sabía que no existían; pero el sueño estaba muerto, al menos por ahora.

El empleado del Excelsior ingresó al salón, venía a anunciar el final de la jornada y a hacer los cobros restantes. Confuso, sintió que se adentraba en un remedo de realidad, en un escenario poblado por ficciones de humanidad, figuras cuya miradas escrutadoras comenzaron a atemorizarlo y conmoverlo al mismo tiempo y hasta tal punto que le costó distinguir a Heinrich Kohl y Gertrude Hann: dos maniquíes más, inmóviles y expectantes; sólo que a diferencia del resto, ellos no sonreían.


Cuento inspirado en la Pintura To Beauty (1922) del pintor alemán Otto Dix.

jueves, 4 de marzo de 2010

Efectos secundarios

Comenzaron a sangrar sin razón alguna, jamás esperé una reacción similar. Sólo ocasionalmente mis oídos eran víctimas de agudos y quejumbrosos pitidos, pero no era más que una consecuencia del alto volumen de la música, ni pensar que fuera porque les disgustaban las canciones que les ofrecía, ¿y cómo habría de serlo en este caso si se trataba de una de mis favoritas?

Recuerdo haber presionado Play, rodeado por la penumbra del cuarto. La tecla no fue difícil de encontrar: conocía demasiado bien la geografía del aparato de sonido, así de frecuente era mi contacto con él. La pequeña pantalla desplegó: Track 04 - 00:00 y un instante después la melodía del piano empezó a sonar, tan inquietante y dulce como siempre.

Así fue como la imagen comenzó a dibujarse sobre el lienzo manchado de mi memoria, cada trazo y cada nota musical, al unísono, dejaban descubrirse por la luz de mis sentidos; tras unos segundos el recuerdo estaba completo, porque la canción había resucitado el primer avistamiento que tuve de esa desgracia ineluctable, de Ella; había revivido el momento en que fui imantado por el magnetismo de su aroma.

Luego fue la percusión. Lenta y suave percusión que asemejaba el ritmo de mis pasos cuando, dubitativo, decidí acercarme y decir lo que fuera necesario para obtener como respuesta su voz. Así ocurrió, y ahora esa misma voz era la que interpretaba las letras de esta canción, ahogando la original, la que justo ayer escapaba de la garganta de un sujeto ausente.

Track 04 - 01:20 Muy poco tiempo para haber hecho un viaje tan largo, de algún modo agotador. Sentado en el borde de la cama, con el rostro cautivo entre mis manos, levantaba a veces la mirada y observaba los parlantes como si de ellos esperara abrazos o cualquier tipo de consuelo. Jamás llegaron, sólo vibraciones y sonidos que empezaban a ganar intensidad. La voz calló, pero aparecieron las guitarras: potentes y profundas, acompañando el clímax de la canción. Con él, también sentí la humedad que llegaba a mi barbilla, pero no era sudor. Palpé mis ojos, mi nariz, mi boca… nada. Eran mis oídos. Sangraban. Dolían.

Track 04 - 2:35 De pronto el recuerdo desapareció – Ella desapareció –, en realidad ya importaba poco. Lo que me preocupaba eran mis oídos porque no conseguía descifrar el origen de la hemorragia. Mi cuerpo había estado sano, mi mente también, ¿qué otra cosa podría ser? Cerré los ojos y sobrevolé momentos, palabras y personas particularmente angustiosas, lejanas y cercanas; pero nada parecía ser merecedor de reacción semejante. Al mismo tiempo, la canción estallaba en una exquisita mezcla de ruidos, distorsión y gritos; y luego, muy despacio, se fue apagando.

Track 05 – 00:00 El mutismo se apoderó de la habitación, de mí. No supe qué hacer. Las gotas escarlatas comenzaron a golpear el suelo. A medida que las contaba, una a una, me preguntaba por ese algo que intentaba escapar de mí, cómo detenerlo o cómo exorcizarlo, porque, ¿saben?, a lo mejor hay un dolor no del todo olvidado. A lo mejor mis oídos no conocen las lágrimas y esta es su forma de llorar.

viernes, 1 de enero de 2010

Insomnio

“La lucha constante contra el insomnio me hizo pensar en soluciones un tanto radicales. Primero quise cambiar de ojos, pero ¿qué tipo de ojos debía buscar? Se me ocurrió que los de un niño o los de un viejo serían los más adecuados; cualquiera de ellos se duerme fácilmente.
Tras innumerables esfuerzos, averiguaciones y tratos clandestinos, pude entonces conseguir unas perlas jóvenes que encajaron muy bien en mi rostro. Sin embargo, a través de esos ojos todo me pareció colorido, demasiado colorido, y no estaba dispuesto a cambiar unas horas de plácido sueño por la visión constante de un mundo policromo en exceso y nauseabundo en cierta medida. De tal manera, opté por la segunda alternativa: unos ojos de anciano. Sin duda alguna fueron más fáciles de conseguir, incluso la variedad era mayor; pero mi elección no fue la más adecuada. La capa vidriosa que los recubría apenas si dejaba atravesar la luz, sólo distinguía formas, ni un solo detalle. Tampoco estaba dispuesto a convivir con una leve ceguera que probablemente se iría acentuando de manera progresiva. Retorné a mis ojos primeros. Tan solo quería dormir.

”Luego pensé en cambiar de lecho. Creí que yacer desnudo sobre enormes hojas de plantas verdes y rojas sería una invitación a las deidades del sueño, no fue así. Me acosté sobre arena, sobre suelos húmedos y tibios, sobre superficies acolchadas de todo tipo, sobre piel; nada funcionó.

”También intenté aliarme con el cansancio, suponía que una mente y un cuerpo exhaustos recibirían al sueño como a un hijo pródigo. Así, ocupaba días y noches enteras en rutinas agotadoras y sudorosas, en escribir cientos de palabras sin sentido sobre los espacios vacíos del periódico, en hablar con mi sombra y cantarle canciones que yo mismo inventaba. Pero los resultados siempre eran los mismos: músculos extenuados, manos rígidas, cerebro palpitante, garganta seca y adolorida… sueño ausente. Tan sólo quería dormir.

”Intoxiqué mi cuerpo de diversas maneras, conocidas y ocultas, legales e ilegales, reconfortantes y desgarradoras, pero todas tenían en común la frustración que generaban como efecto secundario; en cuanto al primario, sólo importa que no era el sueño.

”Ansío, necesito la inconsciencia; pero se escurre entre mis dedos cuando creo palparla, cuando está tan cerca que puedo olerla, cuando aparentemente la he atrapado por la cintura para poseerla, para que me posea. No sé qué más hacer, este insomnio perenne del que soy víctima me está conduciendo a una segura pérdida de la cordura, por eso recurro a ti.


” ¡Ayúdame! No dejes de observarme. Contempla el monstruo en el que me has convertido.”