jueves, 9 de agosto de 2012

A través de la ventana



Alejó de sí la copa con tal abatimiento, que ese último trago parecía sellar una tácita despedida. Quizás conmemoraba la partida de un recuerdo; o de alguien que imaginaba a su lado; o de algo irrecuperable; o de esas tres cosas, que son tan parecidas. Yo la observaba con detenimiento y algo de descaro. Lo hice desde que atravesó el umbral y dirigió hacia mí una mirada con la que me dejó saber que esa era su mesa, y yo, un invasor de aquel espacio sagrado. Se ubicó entonces en otra, muy cerca de mí, y ordenó algo para beber. De manera recurrente giraba su cabeza; estuve incluso tentado a pensar que era yo quien le interesaba, pero el gesto inicial dejó en claro que su único deseo era estar en el sitio que yo había usurpado sin saber. Por mi parte, decidí permanecer allí sentado.

Mi llegada a aquella ciudad resultó en cierto modo inquietante. El aire gélido y el silencio de las calles me tendieron sus manos mientras descendía del autobús. Quizás al notar mi sorpresa, me dedicaron también una sonrisa inocente pero impregnada de ironía; fue esta su manera de darme la bienvenida a Edimburgo.

Solo estaba; con la mochila sobre mi espalada y el mapa bajo mis ojos. Ubiqué en éste el círculo azul que antes del viaje ya había trazado alrededor de la central de buses. Apunté hacia él sin tocar el papel y dije luego con vehemencia y no poca excitación “Estoy aquí”.
Encaminé mis pasos hacia el centro de la ciudad. Contrario a lo que dictaban mis hábitos, esta vez buscaba las aceras iluminadas por el sol, pero la timidez de sus rayos impedía que encontrara en ellos el alivio que estaba buscando, la manera de combatir el frío. Seguí así mi recorrido por varias calles empinadas, vigiladas por edificios antiguos que comenzaron a alimentar esa agradable sensación de estar no solo en un lugar sino en un tiempo diferente al que ya era mío. Esta sensación no pudo sino acrecentarse cuando, al arribar a la esquina que conectaba con Princes Street, se ofreció a mis ojos toda la panorámica del lado sur de la ciudad, un poco más elevada que el sector en el que estaba. Más edificios, banderas ondeantes en sus techos y ventanas esparcidas por todos ellos de manera ordenada y simétrica, como una comunidad de insectos translúcidos aferrados a los muros. Hacia ellos avancé en búsqueda de una bebida caliente.

Los dos persistíamos en la batalla: yo continuaba ocupando la mesa, ella esperaba a que la dejara libre. Incómodo por la situación, y de manera inesperada incluso para mí, la invité a sentarse a mi lado. Dudó un tanto, pero no lo suficiente como para negarse. Ordenó licor, yo también. Callados, esperamos a que los tragos fueran servidos. Ella levantó el suyo y lo llevó rápidamente a su boca, para luego perderse en la contemplación de algún objeto que adornaba las estanterías. Yo en cambio me perdía en su rostro, en la gota de líquido cristalino que se negó a aventurarse en la oscuridad de su garganta y se aferraba a sus labios. La gota se balanceaba y, temeraria, retaba al vacío que la separaba del mantel. Luchó durante breves instantes, pero incapaz de resistir más, cayó y se desintegró hasta convertirse tan solo en humedad para los tejidos y los hilos que amortiguaron su caída. Una profunda exhalación de la mujer dio cierre a la escena y de paso a mi abstracción.

¿Por qué te gusta esta mesa?, pregunté con un forzado acento británico. Por aquel árbol, por esta ventana, respondió sin pensarlo mucho. Sus motivos eran los míos también, la ventana y el árbol, por ellos había elegido esta mesa y no otra; por ellos decidí regresar esa noche a aquel lugar después de haber estado en él durante la tarde. Esa tarde en la que mis pies avanzaron sobre cientos de adoquines de High Street, en la que pude conocer algo del pasado de Edimburgo, algo de su presente, un poco de lo que de ambos permanecía invariable, y aún más, del resultado de una extraña cópula entre los dos: El castillo y sus tiendas de recuerdos para turistas, las calles y sus tiendas de recuerdos para turistas, los gaiteros que esperaban las monedas de los turistas, las obras de arte en el museo que temían ser golpeadas por las mochilas de los turistas.

 ¿Hay alguna razón para que te gusten tanto?, fue mi segunda pregunta. Lo que me dijo a continuación fue que no podía explicármelo, que a veces ni ella misma lo entendía, pero que estar ahí sentada, justo en ese lugar, le permitía abandonarse a sí misma, pretender que su vida se reducía sólo a ese momento, ignorar el principio, ignorar el final. Mientras hablábamos, los dos observábamos el árbol a través de la ventana. Era un árbol que el otoño ya había desnudado; exponía su esqueleto a los rigores del fuerte viento que aquella noche jugueteaba por todos los andenes, silbando de cuando en vez, pateando bolsas y papeles desprevenidos. Recuerdo la soledad y la oscuridad enmarcadas por la ventana. Recuerdo la cálida atmósfera del interior de ese sitio y el especial contraste de los dos ambientes, del afuera y del adentro. En ese momento comenzaba a descifrar, por lo menos en parte, el hechizo, el influjo que la ventana y el árbol ejercían sobre nuestro estado de ánimo. No se trataba sólo de contemplar una escena que parecía estar congelada en el tiempo, de ver a través de un cristal lo mismo que un edimburgués cualquiera pudo haber visto hace doscientos años. Había algo más que eso. Una suerte de metáfora que de algún modo se hizo tangible.

Pero era sólo en parte que comprendía lo que esa extraña que estaba sentada frente a mí tampoco pudo explicar. Ordenamos otro trago. Le dije que brindáramos por algún motivo, ella me cedió el honor. Recordé entonces la impresión que me causó su actitud melancólica y propuse: Brindemos por los recuerdos que nos consumen, que la memoria se olvide de ellos; por quien quisiéramos tener a nuestro lado y no desea lo mismo, que la distancia lo mantenga donde debe permanecer; por lo irrecuperable, que el azar nos permita encontrarnos con algo parecido. Una sonrisa casi imperceptible precedió sus palabras: Y también por lo que no podemos explicar, por esta ventana y ese incomprensible árbol. Las copas chocaron, los tragos fueron bebidos, nos despedimos.

Caminé hacia el hostal, en tanto, el aire gélido y el silencio de las calles de Edimburgo me acompañaban una vez más. Mi partida se acercaba, pero esa noche aún era mía; había visto lo inexplicable, había sentido lo inexplicable. Aún permanece así.


miércoles, 27 de junio de 2012

Un reflejo


Fue la muerte lo que vi en sus ojos, la certeza del jamás volver.
Fue el temblor de sus pupilas y de sus brazos, aferrados a la última silla de la casa que sentiría su calor.
Fue su encierro, su silencio; la maldita costumbre de temerles a todos.
Fue la despedida incompleta, el gesto incomprensible y los secretos desprotegidos.
Fue la colección de tarjetas navideñas, el polvo y las mariposas inertes en el fondo del cajón.
Fue la mierda de los pájaros, los huesos del canario devorado y las moscas acechando las sobras del almuerzo.
Fueron los clavos atravesando sus dedos, las tardes enteras fundiéndose con la madera.
Fueron las casillas del crucigrama habitadas por azules caracteres y los periódicos apilados en orden cronológico, marcados con su firma y comentarios.
Fueron las noches en que, silente, tras la cortina, miraba el televisor, evitando que éste lo mirara a él.
Fueron los anhelos cautivos en las páginas de “Mecánica Popular”.
Fueron los remedios naturales transcritos con disciplina monástica.
Fueron los gritos contenidos y las lágrimas que nunca desbordaron su voluntad.
Fue su carne ausente y su angustia omnipresente.
Fue la perplejidad causada por un mundo amorfo y una luz cegadora.
Fue el ruido de un motor, que nacía frente a él.
Fue el abandono de su fortaleza, de su nido.
Fueron las sombras de dos ancianos que lo miraron partir y otra figura más que se hundía en la penumbra de su soledad.


Fue la muerte lo que vi en sus ojos… en sus ojos mi reflejo vi.

martes, 8 de mayo de 2012

Sobre plantas carnívoras


Les gusta devorar hombres.

Los atraen con narcóticos aromas que penetran sin pudor alguno las fosas nasales y derrumban, inmisericordes, la voluntad y la cordura de la presa. Con la ayuda del viento o apoyándose en sus raíces, estas plantas describen movimientos delicados y sensuales para llamar la atención del distraído individuo que se desplaza por pasillos, avenidas o caminos rurales. Crecen en todo tipo de ambientes y climas, incluso bajo condiciones difíciles, y por eso han desarrollado características distintas según la región en la que habitan. Sin embargo, en todas las variedades de la planta, las flores y las formas siguen patrones comunes.

Esas formas son curvas, impredecibles, juguetonas; además del aroma, la presa también se siente atraído por ellas. Las recorre despacio con la yema de sus dedos, y poco a poco empieza a perderse en las rutas dibujadas por los bucles que sobresalen del tallo y por las hojas. Lo hace una y otra vez, alternando los dedos, los labios y el rostro en aquel plácido viaje por la corporeidad de la planta. Luego imagina que yace desnudo sobre la suave textura que la envuelve, que toda ella le acaricia. Éxtasis, sopor. Es el momento justo para iniciar la ingesta. La planta se inclina sobre su víctima y cada una de las flores se expande para dejar al descubierto afilados y diminutos dientes que arrancan las ropas del desventurado. Lo acoge desnudo en su seno y sus débiles ramas ahora palpitan y se fortifican para consolarlo en un último abrazo.

Cubre a la víctima con su humedad y se dispone a devorarlo. Los jugos digestivos de la planta actúan de una manera particular, regulados por un sofisticado método: primero atraviesan el cráneo y consumen el cerebro de la víctima. Luego, atacan y destruyen sus carnes, sus vísceras; riñones, hígado, corazón. Para el final deja los ojos. Es un manjar irresistible. Sabe que fijan su mirada sobre ella, que están dentro de ella y le pertenecen. No los consume rápidamente, se creería incluso que preferiría evitarlo. Pero su instinto le dice que hay otros ojos allí afuera: algunos más claros, otros más oscuros, quizás se llegue a encontrar con unos de verdad profundos; y esta certeza primitiva le basta para saborear los que alberga en sus entrañas.

Al terminar su ritual, la planta expulsa los huesos de la presa en dirección a algún rincón cercano para que sean sepultados por la arena y el abandono.

Son plantas peligrosas como se ha podido observar. Siguen evolucionando y refinan cada vez más sus tácticas de caza y alimentación. Un último hallazgo sobre ellas resulta inquietante desde cualquier perspectiva. Se ha reportado que algunas de estas plantas carnívoras, en su afán por acelerar el proceso de sumisión de las presas comienzan a comprender su lenguaje e incluso a desarrollar una voz. Según el testimonio de un insólito sobreviviente, han aprendido a decir “Te quiero”.

lunes, 24 de octubre de 2011

Cuando caen

Las he visto morir. Descienden rápidamente pero disfrutan esos instantes de libertad que preceden su final. Conocen el destino del viaje porque siempre ha estado bajo ellas y mientras caen, sonríen. Lo sé porque he visto sus plácidos rostros acercándose al mío, cuando, tendido en el suelo, dejaba que me cubrieran de a poco, una a una, en intervalos modificados por el viento. Y el viento, ¿qué puedo decir de él? Ellas lo desean, anhelan su llegada como si fuera un amante clandestino que las visita en la noche. Les gusta que las arranque de las garras de su captor, que las arrope con su manto etéreo y que las embriague con sutiles o súbitos movimientos durante todo el trayecto, durante su descenso. Es curioso, pero al final del mismo, y si cuentan con la fortuna de caer sobre sus espaldas, miran fijamente a quien fuera su apresador, ese al que estuvieron unidas por tanto tiempo, para dedicarle un gesto que fluctúa entre el odio y la gratitud, o en el que logran combinar ambas cosas de una manera casi incomprensible.


Luego, la muerte. Sé que en todos los casos ocurre cincuenta y dos segundos después de que golpean el suelo. Eso lo he verificado muchas veces y bajo distintas condiciones; el resultado es el mismo sin excepción alguna. La tierra parece transmitirles un mensaje reconfortante que las invita a cerrar sus ojos por siempre y olvidarse de quien les dio la vida, de quien las alimentó pero las mantuvo cautivas. La tierra les dice que no son las únicas, que esto pasará una y otra vez. Cincuenta y dos segundos más tarde se estremecen de manera casi imperceptible… y expiran. Empecé a notarlo tras contemplar muchísimas de estas muertes, tan visibles para cualquiera, tan insignificantes para tantos.


Por último, lo que ocurre con sus cadáveres es el resultado de una larga espera en la que infinitas combinaciones de eventos dan paso a la destrucción definitiva. Es usual que se descompongan lentamente, allí mismo donde mueren o en el interior de una bolsa plástica que batalla con el peso de los cuerpos inertes. Sin embargo hay más opciones: el estómago de una mascota, los neumáticos de una bicicleta, las suelas de tus zapatos o de los míos. Sí, confieso que me gusta pisarlas. Al verlas tendidas, muertas, me resulta inevitable dirigir mis pasos hacia ellas y luego escucharlas crujir. Vamos, hazlo tan solo una vez y vas a comprenderme. Es su sonido lo que me cautiva. El sonido del mundo partiéndose en dos, el de una despedida amarga, el de unos labios que sonríen sin quererlo, el de un proyectil atravesando los pulmones, el de la ruptura vestida de mujer.


Por eso las seguiré pisando, a ellas, a sus cuerpos desvalidos. En cierto modo creo que las ayudo, pero nunca he dejado de preguntarme si, de poder hacerlo, me dedicarían un gesto que fluctúe entre el odio y la gratitud, o en el que logren combinar ambas cosas de una manera casi incomprensible. Eso, no lo sé.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Una vez más

Discúlpame, pero olvidé lo que iba a decirte. Lo escribí en un papel arrugado que luego guardé en mi bolsillo. El bolsillo del mismo abrigo que se quemó mientras trataba de salvarte de las llamas, el que usé para arroparte mientras el calor y la luz se alimentaban de tus telas y de tu piel. Sé que era algo importante, lo sé, pero créeme que no lo recuerdo. Traté de decírtelo en el pasado, pero esa costumbre tuya de huir todo el tiempo interrumpía el curso de mis palabras hacia tus oídos. Casi te lo digo esa vez en que te lanzaste del muelle para alcanzar la gaviota que se robó tus palomitas de maíz; por poco y lo pronuncio el día en que quisiste atravesar la autopista con tus ojos cerrados o la noche en que aseguraste ser inmune al veneno para ratas. Lo siento, pero es que lo había querido decir tantas veces que terminó por convertirse es una maraña de ideas y de cosas ciertamente incomprensibles. Aún así, necesitaba que lo escucharas, que lo supieras. Tenía algunas dudas acerca del método para lograrlo y finalmente entendí que mis cuerdas vocales no eran las indicadas. Por eso, tomé el papel arrugado: un envoltorio de chocolatina o un recibo de supermercado – no estoy muy seguro – y dejé que las letras se unieran como espuma y que algunas de ellas explotaran como débiles burbujas de jabón en el piso de la ducha, hasta formar un cúmulo de palabras que tuvieran sentido para mí, y quizás para ti.


Todo estaba escrito sobre el papel arrugado, pero de él sólo quedan cenizas en el fondo de un bolsillo hecho cenizas.


Las palabras se han ido y tú has escapado una vez más.

sábado, 11 de junio de 2011

Retorno

Sonríes a la nada y besas el suelo. Luego acaricias tus tobillos: hinchados, palpitantes, oxidados. Observas cómo la cadena se hunde en tu piel oscura, la absorbes como a un líquido, poco a poco. En tanto, el crujido de los dientes se multiplica por los corredores y su eco se dilata con cada paso que da. El resto de tus compañeros también sonríe pero no sabe por qué, suelen hacerlo antes de salir corriendo para estrellarse contra la pared. A ellos les gusta marcar su frente con la textura de los húmedos ladrillos que los circundan, pero tú prefieres el suelo. Tú en cambio privilegias el sabor de la arena sucia sobre cualquier otro, el de la tierra que fertilizas con tus lágrimas y tu saliva, la que saboreas después de golpear. Le gritas, pero a fin de cuentas la quieres, porque lo único que esperas de ella es que te acoja en su seno y te abrace como a un hijo al que algún día dejó partir.

domingo, 27 de marzo de 2011

Mientras esperaba

Para quien ha presenciado estas inundaciones


No pretendo que me crean. Yo tampoco lo haría, pero me veo obligado a hacerlo tan sólo para mantener con respiración un recuerdo débil y propenso a morir. A veces, cuando no tengo nada más que hacer, trato de buscarlo y reconstruirlo; pero comienza a diluirse, a ahogarse en un líquido denso y pegajoso. Hoy no. Creo que sale de las tinieblas, aunque sospecho que viene a despedirse de mi memoria: pasará de ser un recuerdo a ser… nada - ¿qué más si no? - , sin dejar rastro alguno.

Sé que estuve sentado en el sofá de una sala, sí, un sofá de textura rugosa que recorría con mis dedos mientras, impaciente, la esperaba. ¿A quién? Bueno, su nombre no debería interesarles. Llámenla como quieran, yo le diré ella.

Hice lo que normalmente se hace en la soledad de una sala desconocida, esto es, permanecer silencioso mientras la mirada rebota de esquina en esquina y de manera intermitente se posa sobre un portarretratos, una bailarina de porcelana china o unas flores artificiales, para comenzar de nuevo el recorrido y pretender encontrar detalles nuevos. Así fue como noté que no había ningún tipo de ventana a mi alrededor, el apartamento parecía ser uno de esos recipientes herméticamente sellados, diseñado para aislarse de la luz y del oxígeno. Comencé a experimentar cierta opresión al saberme encerrado de tal manera. Estar consciente de ello hizo que de repente el calor y la pesadez de la atmósfera se hincharan hasta hacerse insoportables. ¿Te demoras?, recuerdo haber preguntado, pero mis únicas respuestas fueron los intensos soplidos del secador de pelo y luego un suave murmullo impregnado ligeramente por la docilidad de la misma voz que minutos u horas antes me había dicho “espérame un segundito nada más, ya casi estoy lista”. ¿Te demoras?, dije una vez más, y un lánguido no llegó como una suerte de eco a mi interrogación.

Hasta ese punto, la situación era más bien típica, pero sin duda dejó de serlo cuando cierta frescura invadió el ambiente y el sonido de una corriente de agua se acercó hacia mí. Diminutos arroyos comenzaron a aparecer, provenientes desde el fondo del pasillo; serpenteaban bajo las mesas y las sillas, y se aunaban hasta formar riachuelos más grandes como el que llegó hasta mis zapatos. Pensé en alguna canilla abierta, pero la intensidad de la corriente, siempre en aumento, hizo inútil cualquier explicación. Sobresaltado, fui a buscarla para saber qué estaba ocurriendo, pero no pude hallarla. Llegué a su habitación – también sin ventanas –, el secador de pelo estaba en su lugar; ella, en ningún lado. En tanto, el agua parecía seguir brotando del piso y su nivel se incrementaba cada vez más, muy rápido. ¡Ridícula situación!, ¡un tercer piso inundándose vertiginosamente, de la nada!, ¡un tercer piso sin ventanas!, ¡un apartamento en el que la gente desaparece porque sí! Pero todo era cierto: sentí el frío, la humedad, la soledad. Grité su nombre en repetidas ocasiones y ella seguía ausente. Agua, más agua, mucha. Corrí, o mejor, nadé hasta la puerta, pero me resultó imposible abrirla en tales condiciones.

Las cosas flotaban y yo trataba de no hundirme. Pensaba en la muerte por sumersión, en lo que sentiría cuando mis vías respiratorias colapsaran, en mi cadáver azul al lado de los portarretratos y las muñecas de porcelana china. Me acercaba al techo, que era el fin del aire, mi fin; y buscando algo de consuelo empecé a evocar el encuentro casual que tuvimos, su rostro enigmático y sus labios carnosos pronunciando unas palabras que me invitaban a esperarla en su apartamento mientras se alistaba. Me llevaría a su lugar favorito, a un rincón del puerto que nadie más conocía. Era un motivo plausible para verla más tiempo, para seguir saboreando el narcótico que emanaba toda ella. Así fue como termine allí, temblando y casi besando el techo de un tercer piso inundado.

Ahora trato de entender cómo pude regresar, cómo pude evitar el ahogamiento; pero no lo sé. Cierro los ojos y me veo de nuevo sentado en un sofá de textura rugosa, un sofá mojado y frío, como yo en ese momento, como todo mi cuerpo y la ropa que lo cubría. Recuerdo que pregunté “¿te demoras?”, y que una voz, por encima del ruido del secador de pelo, replicó: “ven mañana, parece que fuera a llover”.