Alejó de sí la copa con tal abatimiento, que ese
último trago parecía sellar una tácita despedida. Quizás conmemoraba la partida
de un recuerdo; o de alguien que imaginaba a su lado; o de algo irrecuperable;
o de esas tres cosas, que son tan parecidas. Yo la observaba con detenimiento y
algo de descaro. Lo hice desde que atravesó el umbral y dirigió hacia mí una
mirada con la que me dejó saber que esa era su
mesa, y yo, un invasor de aquel espacio sagrado. Se ubicó entonces en otra, muy
cerca de mí, y ordenó algo para beber. De manera recurrente giraba su cabeza;
estuve incluso tentado a pensar que era yo quien le interesaba, pero el gesto
inicial dejó en claro que su único deseo era estar en el sitio que yo había usurpado
sin saber. Por mi parte, decidí permanecer allí sentado.
Mi llegada a aquella ciudad resultó en cierto
modo inquietante. El
aire gélido y el silencio de las calles me tendieron sus manos mientras
descendía del autobús. Quizás al notar mi sorpresa, me dedicaron también una
sonrisa inocente pero impregnada de ironía; fue esta su manera de darme la
bienvenida a Edimburgo.
Solo estaba; con la mochila sobre
mi espalada y el mapa bajo mis ojos. Ubiqué en éste el círculo azul que antes
del viaje ya había trazado alrededor de la central de buses. Apunté hacia él
sin tocar el papel y dije luego con vehemencia y no poca excitación “Estoy
aquí”.
Encaminé mis pasos hacia el
centro de la ciudad. Contrario a lo que dictaban mis hábitos, esta vez buscaba
las aceras iluminadas por el sol, pero la timidez de sus rayos impedía que
encontrara en ellos el alivio que estaba buscando, la manera de combatir el
frío. Seguí así mi recorrido por varias calles empinadas, vigiladas por
edificios antiguos que comenzaron a alimentar esa agradable sensación de estar
no solo en un lugar sino en un tiempo diferente al que ya era mío. Esta
sensación no pudo sino acrecentarse cuando, al arribar a la esquina que
conectaba con Princes Street, se
ofreció a mis ojos toda la panorámica del lado sur de la ciudad, un poco más
elevada que el sector en el que estaba. Más edificios, banderas ondeantes en
sus techos y ventanas esparcidas por todos ellos de manera ordenada y
simétrica, como una comunidad de insectos translúcidos aferrados a los muros.
Hacia ellos avancé en búsqueda de una bebida caliente.
Los dos persistíamos en la batalla: yo continuaba
ocupando la mesa, ella esperaba a que la dejara libre. Incómodo por la
situación, y de manera inesperada incluso para mí, la invité a sentarse a mi
lado. Dudó un tanto, pero no lo suficiente como para negarse. Ordenó licor, yo
también. Callados, esperamos a que los tragos fueran servidos. Ella levantó el
suyo y lo llevó rápidamente a su boca, para luego perderse en la contemplación
de algún objeto que adornaba las estanterías. Yo en cambio me perdía en su rostro,
en la gota de líquido cristalino que se negó a aventurarse en la oscuridad de
su garganta y se aferraba a sus labios. La gota se balanceaba y, temeraria, retaba
al vacío que la separaba del mantel. Luchó durante breves instantes, pero
incapaz de resistir más, cayó y se desintegró hasta convertirse tan solo en
humedad para los tejidos y los hilos que amortiguaron su caída. Una profunda
exhalación de la mujer dio cierre a la escena y de paso a mi abstracción.
¿Por qué te gusta esta mesa?, pregunté con un
forzado acento británico. Por aquel árbol, por esta ventana, respondió sin
pensarlo mucho. Sus motivos eran los míos también, la ventana y el árbol, por
ellos había elegido esta mesa y no otra; por ellos decidí regresar esa noche a
aquel lugar después de haber estado en él durante la tarde. Esa tarde en la que
mis pies avanzaron sobre cientos de adoquines de High Street, en la que pude conocer algo del pasado de Edimburgo, algo
de su presente, un poco de lo que de ambos permanecía invariable, y aún más, del
resultado de una extraña cópula entre los dos: El castillo y sus tiendas de
recuerdos para turistas, las calles y sus tiendas de recuerdos para turistas,
los gaiteros que esperaban las monedas de los turistas, las obras de arte en el
museo que temían ser golpeadas por las mochilas de los turistas.
¿Hay
alguna razón para que te gusten tanto?, fue mi segunda pregunta. Lo que me dijo
a continuación fue que no podía explicármelo, que a veces ni ella misma lo
entendía, pero que estar ahí sentada, justo en ese lugar, le permitía
abandonarse a sí misma, pretender que su vida se reducía sólo a ese momento,
ignorar el principio, ignorar el final. Mientras hablábamos, los dos
observábamos el árbol a través de la ventana. Era un árbol que el otoño ya
había desnudado; exponía su esqueleto a los rigores del fuerte viento que
aquella noche jugueteaba por todos los andenes, silbando de cuando en vez,
pateando bolsas y papeles desprevenidos. Recuerdo la soledad y la oscuridad
enmarcadas por la ventana. Recuerdo la cálida atmósfera del interior de ese
sitio y el especial contraste de los dos ambientes, del afuera y del adentro.
En ese momento comenzaba a descifrar, por lo menos en parte, el hechizo, el
influjo que la ventana y el árbol ejercían sobre nuestro estado de ánimo. No se
trataba sólo de contemplar una escena que parecía estar congelada en el tiempo,
de ver a través de un cristal lo mismo que un edimburgués cualquiera pudo haber
visto hace doscientos años. Había algo más que eso. Una suerte de metáfora que
de algún modo se hizo tangible.
Pero era sólo en parte que comprendía lo que esa
extraña que estaba sentada frente a mí tampoco pudo explicar. Ordenamos otro
trago. Le dije que brindáramos por algún motivo, ella me cedió el honor. Recordé
entonces la impresión que me causó su actitud melancólica y propuse: Brindemos por
los recuerdos que nos consumen, que la memoria se olvide de ellos; por quien quisiéramos
tener a nuestro lado y no desea lo mismo, que la distancia lo mantenga donde
debe permanecer; por lo irrecuperable, que el azar nos permita encontrarnos con
algo parecido. Una sonrisa casi imperceptible precedió sus palabras: Y también
por lo que no podemos explicar, por esta ventana y ese incomprensible árbol.
Las copas chocaron, los tragos fueron bebidos, nos despedimos.
Caminé hacia el hostal, en tanto, el aire
gélido y el silencio de las calles de Edimburgo me acompañaban una vez más. Mi
partida se acercaba, pero esa noche aún era mía; había visto lo inexplicable,
había sentido lo inexplicable. Aún permanece así.