lunes, 24 de octubre de 2011

Cuando caen

Las he visto morir. Descienden rápidamente pero disfrutan esos instantes de libertad que preceden su final. Conocen el destino del viaje porque siempre ha estado bajo ellas y mientras caen, sonríen. Lo sé porque he visto sus plácidos rostros acercándose al mío, cuando, tendido en el suelo, dejaba que me cubrieran de a poco, una a una, en intervalos modificados por el viento. Y el viento, ¿qué puedo decir de él? Ellas lo desean, anhelan su llegada como si fuera un amante clandestino que las visita en la noche. Les gusta que las arranque de las garras de su captor, que las arrope con su manto etéreo y que las embriague con sutiles o súbitos movimientos durante todo el trayecto, durante su descenso. Es curioso, pero al final del mismo, y si cuentan con la fortuna de caer sobre sus espaldas, miran fijamente a quien fuera su apresador, ese al que estuvieron unidas por tanto tiempo, para dedicarle un gesto que fluctúa entre el odio y la gratitud, o en el que logran combinar ambas cosas de una manera casi incomprensible.


Luego, la muerte. Sé que en todos los casos ocurre cincuenta y dos segundos después de que golpean el suelo. Eso lo he verificado muchas veces y bajo distintas condiciones; el resultado es el mismo sin excepción alguna. La tierra parece transmitirles un mensaje reconfortante que las invita a cerrar sus ojos por siempre y olvidarse de quien les dio la vida, de quien las alimentó pero las mantuvo cautivas. La tierra les dice que no son las únicas, que esto pasará una y otra vez. Cincuenta y dos segundos más tarde se estremecen de manera casi imperceptible… y expiran. Empecé a notarlo tras contemplar muchísimas de estas muertes, tan visibles para cualquiera, tan insignificantes para tantos.


Por último, lo que ocurre con sus cadáveres es el resultado de una larga espera en la que infinitas combinaciones de eventos dan paso a la destrucción definitiva. Es usual que se descompongan lentamente, allí mismo donde mueren o en el interior de una bolsa plástica que batalla con el peso de los cuerpos inertes. Sin embargo hay más opciones: el estómago de una mascota, los neumáticos de una bicicleta, las suelas de tus zapatos o de los míos. Sí, confieso que me gusta pisarlas. Al verlas tendidas, muertas, me resulta inevitable dirigir mis pasos hacia ellas y luego escucharlas crujir. Vamos, hazlo tan solo una vez y vas a comprenderme. Es su sonido lo que me cautiva. El sonido del mundo partiéndose en dos, el de una despedida amarga, el de unos labios que sonríen sin quererlo, el de un proyectil atravesando los pulmones, el de la ruptura vestida de mujer.


Por eso las seguiré pisando, a ellas, a sus cuerpos desvalidos. En cierto modo creo que las ayudo, pero nunca he dejado de preguntarme si, de poder hacerlo, me dedicarían un gesto que fluctúe entre el odio y la gratitud, o en el que logren combinar ambas cosas de una manera casi incomprensible. Eso, no lo sé.