domingo, 27 de marzo de 2011

Mientras esperaba

Para quien ha presenciado estas inundaciones


No pretendo que me crean. Yo tampoco lo haría, pero me veo obligado a hacerlo tan sólo para mantener con respiración un recuerdo débil y propenso a morir. A veces, cuando no tengo nada más que hacer, trato de buscarlo y reconstruirlo; pero comienza a diluirse, a ahogarse en un líquido denso y pegajoso. Hoy no. Creo que sale de las tinieblas, aunque sospecho que viene a despedirse de mi memoria: pasará de ser un recuerdo a ser… nada - ¿qué más si no? - , sin dejar rastro alguno.

Sé que estuve sentado en el sofá de una sala, sí, un sofá de textura rugosa que recorría con mis dedos mientras, impaciente, la esperaba. ¿A quién? Bueno, su nombre no debería interesarles. Llámenla como quieran, yo le diré ella.

Hice lo que normalmente se hace en la soledad de una sala desconocida, esto es, permanecer silencioso mientras la mirada rebota de esquina en esquina y de manera intermitente se posa sobre un portarretratos, una bailarina de porcelana china o unas flores artificiales, para comenzar de nuevo el recorrido y pretender encontrar detalles nuevos. Así fue como noté que no había ningún tipo de ventana a mi alrededor, el apartamento parecía ser uno de esos recipientes herméticamente sellados, diseñado para aislarse de la luz y del oxígeno. Comencé a experimentar cierta opresión al saberme encerrado de tal manera. Estar consciente de ello hizo que de repente el calor y la pesadez de la atmósfera se hincharan hasta hacerse insoportables. ¿Te demoras?, recuerdo haber preguntado, pero mis únicas respuestas fueron los intensos soplidos del secador de pelo y luego un suave murmullo impregnado ligeramente por la docilidad de la misma voz que minutos u horas antes me había dicho “espérame un segundito nada más, ya casi estoy lista”. ¿Te demoras?, dije una vez más, y un lánguido no llegó como una suerte de eco a mi interrogación.

Hasta ese punto, la situación era más bien típica, pero sin duda dejó de serlo cuando cierta frescura invadió el ambiente y el sonido de una corriente de agua se acercó hacia mí. Diminutos arroyos comenzaron a aparecer, provenientes desde el fondo del pasillo; serpenteaban bajo las mesas y las sillas, y se aunaban hasta formar riachuelos más grandes como el que llegó hasta mis zapatos. Pensé en alguna canilla abierta, pero la intensidad de la corriente, siempre en aumento, hizo inútil cualquier explicación. Sobresaltado, fui a buscarla para saber qué estaba ocurriendo, pero no pude hallarla. Llegué a su habitación – también sin ventanas –, el secador de pelo estaba en su lugar; ella, en ningún lado. En tanto, el agua parecía seguir brotando del piso y su nivel se incrementaba cada vez más, muy rápido. ¡Ridícula situación!, ¡un tercer piso inundándose vertiginosamente, de la nada!, ¡un tercer piso sin ventanas!, ¡un apartamento en el que la gente desaparece porque sí! Pero todo era cierto: sentí el frío, la humedad, la soledad. Grité su nombre en repetidas ocasiones y ella seguía ausente. Agua, más agua, mucha. Corrí, o mejor, nadé hasta la puerta, pero me resultó imposible abrirla en tales condiciones.

Las cosas flotaban y yo trataba de no hundirme. Pensaba en la muerte por sumersión, en lo que sentiría cuando mis vías respiratorias colapsaran, en mi cadáver azul al lado de los portarretratos y las muñecas de porcelana china. Me acercaba al techo, que era el fin del aire, mi fin; y buscando algo de consuelo empecé a evocar el encuentro casual que tuvimos, su rostro enigmático y sus labios carnosos pronunciando unas palabras que me invitaban a esperarla en su apartamento mientras se alistaba. Me llevaría a su lugar favorito, a un rincón del puerto que nadie más conocía. Era un motivo plausible para verla más tiempo, para seguir saboreando el narcótico que emanaba toda ella. Así fue como termine allí, temblando y casi besando el techo de un tercer piso inundado.

Ahora trato de entender cómo pude regresar, cómo pude evitar el ahogamiento; pero no lo sé. Cierro los ojos y me veo de nuevo sentado en un sofá de textura rugosa, un sofá mojado y frío, como yo en ese momento, como todo mi cuerpo y la ropa que lo cubría. Recuerdo que pregunté “¿te demoras?”, y que una voz, por encima del ruido del secador de pelo, replicó: “ven mañana, parece que fuera a llover”.