domingo, 19 de septiembre de 2010

Loca

La sinfonía está completa: el aleteo de las palomas, la leve llovizna sobre el tejado, el rumor de la radio sintonizada en una de esas emisoras olvidadas del AM. Es su sinfonía predilecta y suele escucharla algunas tardes de domingo, como esta, en que la vaciedad de la casa y de su pecho la motivan a dormitar en el sillón.
La visitante de ayer, si bien ya partió, dejó un rastro que Rosa desearía suprimir, pero que permanece en el mal gusto alojado en sus papilas y en el mal olor que aún flota en el portón. En cierto modo la odia, pero le resulta casi imposible no invitarla a pasar cada que llama a su puerta; por lo general lo hace cada semana o incluso cada dos o tres días. Llega siempre cargada de pretendidas buenas intenciones, con sus postres de mandarina y su camándula: monumental y acaramelada. Le dice: “Rosita, querida, recemos un poco y luego te cuento lo que pasó con las hijas de los González” y ese es el inicio de una incómoda tarde en la que es hostigada por las frases de esa autómata piadosa y chismosa empedernida.

El domingo continúa, nublado y ventoso, la llovizna cesa, y justo cuando Rosa está a punto de dar el último paso hacia la inconsciencia, es sacudida por el sonido de los golpes sobre la puerta. Los reconoce, puede incluso predecir los que vendrán, porque siempre hay una pausa entre la primera serie y la segunda: toc, toc, toc -------- toc, toc. ¿Por qué otra vez?, se pregunta, ¿habrá dejado algo ayer? No desea abrirle, por eso prefiere asomarse por una de las ventanas del frente.
– Hola.
– Rosita, ¿le molestaría si hablamos un momento?
– Ahora me queda como difícil, estoy ocupada.
– No la demoro, lo prometo. Es que ayer se me olvidó contarle algo importante… además… créame que necesito entrar.
– ¿Y no puede venir más tarde? O mejor mañana.
Mira a Rosa con cierto desdén, pero se niega a marcharse.
– No, no puedo, y siendo así la cosa me va a tocar hacerlo acá.

A continuación, se sube el vestido a la altura del vientre, lo sostiene con su mano izquierda, se agacha y deja que el líquido amarillento se abra paso siguiendo un cauce recién descubierto.
No lleva ropa interior, de eso se percatan los niños que, sorprendidos, la observan desde el otro lado de la calle empedrada. La loca del pueblo ha hecho de las suyas una vez más.

– ¡Que estás haciendo por el amor de dios! ¡Y al frente de mi casa! ¡No jodás pues!

La otra sonríe. Cuando termina, se pone en pie y suelta mecánicamente el vestido; éste cae como un telón que cubre un escenario pobre y desastroso. Mira a Rosa una vez más, y a través de esos ojos desorbitados le transmite un mensaje que sólo ella puede comprender y agrega:

- ¡Ahí tenés Rosa! Un motivo más para avergonzarte de esta vieja. Loca y todo pero tu mamá, ¡tu jodida madre! ¡Ah… y aún tenemos una última conversación pendiente!

Suenan las campanas de la iglesia y pronto la calle estará colmada por la gente que atiende a su llamado. Rosa cierra la ventana y corre a refugiarse en la seguridad del sillón. Desde allí ha dirigido sus maldiciones al mundo desde que su vida empezó a complicarse. Pensar en la forma en que todo ocurrió y en lo paradójico de las circunstancias, hace que se llene de rabia. Aprieta con fuerza el cojín que tiene a su lado y empieza a recordar esas noches de infancia.
Recuerda el sonido de los pasos provenientes del patio trasero, los jadeos de quien se acercaba, el hundimiento del colchón cuando aquella figura se sentaba a su lado, la pesada respiración que la acompañaba por los siguientes minutos, la oscuridad total de la estancia y los gritos contenidos.
Rosa sentía que era observada mientras dormía – mientras la figura creía que dormía –. Imaginaba unas manos acercándose a ella, a su cuerpo; pero jamás la alcanzaron. Permanecía rígida hasta que un leve quejido de la figura marcaba el final de la visita. Retornaba el sonido de los grillos y también el deseo de gritar “¡mamá!”; pero Rosa sabía muy bien donde se hallaba ella. Estaría sentada en una alta silla de madera junto a una barra de cantina o aún más probable es que ya estuviera acomodada en el regazo de algún campesino alcoholizado. Tendría las manos alrededor de su cuello y le frotaría delicadamente sus orejas esperanzada en unos cuantos billetes de más.
El episodio fue recurrente y la llegada de la noche era la llegada misma del terror. Rosa esperaba, soportaba, apretaba sus párpados y su mandíbula, conciliaba el sueño sólo hasta al amanecer.


Las campanas se detienen. Rosa se levanta del sillón y enciende un par de velones. Siempre le ha gustado esta luz, la encuentra misteriosa y romántica. Las pequeñas flamas son la puerta de entrada a un mundo de fantasía en el que es amada. Regresa al sillón y resguarda sus brazos entre las piernas. Recogida como está, ladea su cabeza, humedece sus labios y se ve a sí misma disminuida y multiplicada en la cristalería del estante.
Respira hondo y se transporta a la noche en que las visitas de aquella presencia tuvieron una primera pausa, la misma noche en que su madre volvió a dormir cerca de ella, en el cuarto de al lado. Pero, ¿para qué? Ya no era necesario que estuviera allí, Rosa ya no tenía motivos para gritar “¡mamá!” en medio de la oscuridad, y aunque en cierto modo esto era una fuente de consuelo, el sentimiento de miedo se transformó en rencor. Un rencor que sigue acumulando y arde como la mecha de sus velones cada que escucha los golpes en la puerta.
Sin embargo, aún no comprende muy bien cómo fue que la brecha entre ella y su madre creció y creció hasta hacerse un mar infinito plagado de remolinos. Imaginaba que uno de ellos se la tragaba y que una vez más era inútil pedir auxilio. Se hundía, el color azul se metía en su garganta y finalmente la ahogaba.
Lo que sí está claro es que la indiferencia de la madre aumentó a medida Rosa se hacía mujer, una mujer atractiva capaz de levantar perspicaces comentarios referentes a la perfección de sus senos y demás formas de su cuerpo. Los escuchaba cada que atravesaba el parque, sobre todo la zona en que se reunían los jubilados y también la de los colegiales.
La madre escondía sus celos tras la frialdad de un trato limitado a servirle la comida a su hija y velar sólo por aquello necesario para su supervivencia. Esto implicaba trabajar, y había algo que hacía mejor que cualquier cosa. Así fue que retomó sus labores nocturnas y así fue que Rosa estuvo de nuevo sola en la oscuridad.
Tal como lo esperaba, la figura estuvo de regreso. En principio, y como antes, aquella presencia le causaba miedo, pero luego, y sin saber por qué, empezó a acostumbrarse, incluso a disfrutarlo. Desde aquel entonces descubrió su inclinación por la luz de los velones, los dejaba encendidos al iniciar la noche y aguardaba ansiosa la visita, hasta que los últimos suspiros de ésta los apagaban de manera instantánea. Era tan solo la presencia, nada más. Ella simulaba dormir, luego dormía. Así ocurrió por varios años – y aún sigue siendo así –, no de manera constante, pero sí lo suficiente para que Rosa compensara el tedio del día y el de su amarga relación con una madre que poco a poco se descompensaba emocionalmente, consumida por angustias que su hija nunca supo identificar.


Esta mañana inician las fiestas patronales, hay alborozo en el pueblo. Desde el patio trasero, Rosa casi puede ver el rumor que se levanta y arremolina alrededor del campanario. Se viste acorde a la ocasión, pues le gustaría que alguien, alguien, pusiera sus ojos en ella. Termina de alistarse y desciende por la calle empedrada. El parque está repleto, pero su mirada, autónoma y caprichosa, busca y encuentra a la madre. Está sentada en una de las bancas de la zona de los locos y los pordioseros. Se le ve triste y demacrada, pero en su imagen aún quedan residuos de una antigua belleza. Rosa se acerca y se acomoda a su lado.
– ¿Qué era lo que tenía que decirme? ¿Cómo así que una última conversación?
– Sabe Rosita. Yo sé que la abandoné, pero usted ya podía defenderse sola. Y mire que hasta le dejé la casa.
– Pero para qué una casa, si usted ni siquiera me decía que me quería.
– Yo sí la quería, pero...
– ¡Valiente gracia saberlo a estas alturas de la vida!
– Déjeme pues terminar. Yo sí la quería, por eso he tratado de buscar su perdón; pero todo lo que veo cuando me abre la puerta es una hija que me odia. Se le nota en la cara Rosita, se le nota.
– Yo no…
– No diga que no, porque se le nota Rosita. Y si quiere la verdad, se la voy a decir. Yo a usted sí la quería pero en el fondo… pero en el fondo… - comenzó a acelerarse su respiración - … en el fondo también la odiaba como usted ahora a mí. ¿Y sabe por qué? - Rosa la miró asustada - Porque por tu culpa desgraciada, me abandonó. ¡A mí también me visitaba en las noches! - gritó esta vez -.
– ¿De qué me está hablando?
– Usted sabe muy bien, claro que lo sabe. Aún extraño que venga y se siente a mi lado. Extraño su respiración. Nunca me atreví a abrir los ojos pero en esa época era como un vicio. Un vicio que me hacía olvidar de los hijueputas que me manoseaban en la cantina, un vicio que me hacía pensar que era especial. Pero me cambió por usted. Me confesó que la había visto dormir y que desde entonces la visitaría a usted. Antes, antes yo era su favorita. Su durmiente, la única. Extraño también sus palabras…
– ¿Sus palabras? – inquirió Rosa, sorprendida.
– Sí, sus palabras - la madre comenzaba a perder la calma - ¿Sabe por qué las recuerdo? Porque me las dedicaba sólo a mí, nacían cuando pensaba en mí.
Se levanta, se apoya en uno de los árboles y predica:

Creo que es posible jugar con el viento:
Lo tomé entre mis manos y tenía la textura del algodón.
De hecho lo hice con tu respiración,
A fin de cuentas es viento nacido en tus entrañas.

Lo sentí en la palma de mi mano, mientras dormías.
Tibio, constante y breve.
No me escuchabas, ni a mí ni a los crujidos de mis huesos.
Chocaban entre sí, acomodándose, apretando el alma,
Porque quería escaparse, huir,
Incluso se derramaba por mi boca
Como un líquido imposible de contener.

Jugué con el viento, con tu aliento.
Era maleable.
Le di la forma de tu cuello y luego la de tu rostro.
Te dupliqué por unos segundos,
Para verte más,
Para recordarte más.

A pesar de que aún soñabas.

– Me lo decía despacio, muy despacio, antes de despedirse, antes de que abriera mis ojos en la oscuridad para descubrir la soledad del cuarto. Recuerda Rosa: cada que me veas por la calle murmurando algo, cuando vean a la loca hablando sola, estaré repitiendo esas palabras. Mi consuelo y maldición.


Hay algo predecible esta noche y Rosa lo sabe muy bien. La electricidad que flota en el aire es la que precede su llegada. La luz de la luna es intensa y atraviesa despiadada la ventana del cuarto, por eso no enciende los velones. Cierra sus ojos y en breve escucha el inicio de otra de sus sinfonías predilectas: los pasos provenientes del patio trasero, los jadeos de quien se acerca, el hundimiento del colchón, la pesada respiración de quien la acompaña. Imagina de nuevo las manos que se acercan, las que nunca han llegado, pero esta vez sí la alcanzan, alcanzan sus mejillas, y tras una leve caricia se vuelven a alejar. Como todo ha tomado un rumbo distinto, Rosa se atreve a abrir sus ojos por primera vez, pero la figura está a sus espaldas. Su corazón palpita, es audible. Duda si hacerlo o no. Al final lo decide. Se da la vuelta, mira directamente la figura y aún sin resolver la imagen que tiene ante sí, pregunta, celosa y temeraria: ¿Qué tienes para decirme a mí?