martes, 3 de agosto de 2010

Mary, te amo

- Me caso, ¿y qué?
- Mary, no digás eso, me duele demasiado.

Aurelio acababa de entregarle a Mary una carta que él mismo había decorado, era una imagen exquisita, adornada con finos trazos que formaban la silueta de un par de corazones entrelazados. Estos, a su vez, mantenían cautivas las palabras “Tú y Yo”, aunque en realidad hubiesen sido más adecuadas “Él y Tú”. El papel estaba un poco arrugado y tenía algunas perforaciones – quizás provocadas por un insecto o roedor – pero trató de disimularlas con polvos brillantes y adornos improvisados que lo hicieron sentir orgulloso de sus habilidades artísticas. El resultado: amor puro hecho tarjeta.

- Venga, reinita, ¿usté es que ya no me quiere?
- ¡Qué bobo!, ¿y es que cuándo se supone que lo quise? Usted sabe que yo soy de otro.

En ese instante, Aurelio recordó las docenas de veces que el catre se había estremecido, los cientos de te amo que se habían derramado de sus bocas, las miles de promesas firmadas en el aire y los millones de lunares repartidos por la humanidad de Mary, todos los había besado. “No me quiere”, pensó, “a pesar de todo eso y ni me quiere”.
Ella permanecía altiva, apostada contra el marco de la puerta; la reja entreabierta, las chanclas asomándose a la acera, los vallenatos como banda sonora de una tragedia.

- Bueno, entonces me voy.
- Bueno, chao.

Aurelio le arrebató la tarjeta – ¡cómo dejársela! – y se marchó, resuelto a encontrar a una digna merecedora de ésta. Pasó un par de horas sentado en aceras y en bancas, observando a una posible candidata; entre tanto, comía mango biche y retiraba los restos atascados en sus muelas con un palillo que había acomodado tras su oreja desde el inicio de la semana.
“A ver, ¿cuál de estas tiene cara de Mary?”, pensaba cada que se acercaba un grupo de muchachas; pero lastimosamente las Mary no se diferencian mucho de las Maritzas o de las Maryoris, por ejemplo. Abortó su empresa, era inútil. Ella era irremplazable.

Regresó al barrio; cabizbajo, derrotado. Ordenó una cerveza al tendero, el de “Miscelánea-Granero-Frutera la 38”, pintoresco y confortable negocio ubicado al frente de la casa de Mary. No fue casualidad entonces que la hubiera visto en el balcón, pintándose las uñas de los pies, como tanto le gustaba. Cuando terminaba de hacerlo, las exponía al sol y al viento allí mismo, y parecían colgar de la baranda como diez diminutas prendas, al lado de sus blusas brillantes y los calzones de sus hermanas.

“¡Casate entonces!, ¡casate!, ¡casateeeeeee!”

La tarjeta permaneció bajo su custodia, era su bien más preciado. Algunas veces la observaba antes de dormir y a cambio obtenía sueños, o mejor, pesadillas en las que Mary le arrancaba las entrañas y aún palpitantes y húmedas las transportaba hasta el altar, donde su prometido las lamía antes de besarla a ella como el cura ordenaba.

La obsesión de Aurelio por su doncella, la de voz estridente y andar acompasado, lo hacía actuar de un modo insano y patético. No había otra, sólo era Mary. La misma que había desaparecido tras una estela blanca, una lluvia de arroz y unos agrestes campanazos en la parroquia del Divino Redentor. Eso es lo último que recuerda de ella y eso es lo que trata de dibujar en su nueva tarjeta. Ha tratado de hacerlo muchas veces y no puede… su dolor, su vacío, ¿cómo se dibuja eso? Se lo pregunta una y mil veces.

Permanece enclaustrado en el pequeño cuarto de la pensión, observado por el opaco bombillo que, como suicida, cuelga y se mece desde el corroído techo. Aurelio no sabe qué dibujar, vehemente se aferra al lápiz y concentra su mirada en el rectángulo de papel en blanco. Quiere una última tarjeta para Mary, la definitiva, la que le hará saber que ella le pertenece, que él le pertenece. El mundo de Aurelio se reduce a esa habitación y el transcurrir del tiempo parece acelerarse. Su barba crece, su piel se arruga y sin haberse dado cuenta comienza a ser devorado por el comején que otrora se ocupaba de las sillas, los periódicos y las hojas de colores que utilizaba para las tarjetas. Los ripios de sus ropas y de su carne se acumulan en el suelo, pero en principio ni siquiera lo nota; es traspasado por los insectos y ahora su sombra no es un ente oscuro y homogéneo, sino una malla amorfa que yace inerte sobre las baldosas.

Aurelio empieza a sentir el frío que lo atraviesa de lado a lado, y de un modo intempestivo interrumpe su búsqueda de esa imagen perfecta. Perforado como está, se levanta, se observa al espejo… ¡la ha encontrado! Decide derramar polvos brillantes sobre sí y algunas pinturas de colores vistosos. Luego toma uno de sus punzones y talla sobre su pecho una corta pero cariñosa frase. El resultado: amor puro hecho tarjeta.



Dedicado a Aurelio... y a su tarjeta.